domingo, 5 de septiembre de 2010

"La traducción poética es un acto de creación".

30/08/2010
www.elcastellano.org
«La traducción poética
es un acto de creación»
Por Verónica Engler, Página 12

Susana Romano Sued —novelista, poeta y sobreviviente de un campo de concentración argentino— experimenta con las palabras, pero también indaga sobre la memoria y sus registros en la literatura. Escribió una novela sobre los campos La Perla y La Ribera, durante la dictadura en Córdoba, pero advierte que no es autobiográfica, aunque es parte de «la posibilidad de representar y de dar cuenta de la experiencia que tiene el lenguaje literario».

—¿Qué es la poesía?
—Borges decía: «Cuando me lo preguntan, no lo sé, y cuando no me lo preguntan, lo sé». Creo que uno no puede contestar a una pregunta metafísica, como la del ser. Pero puedo decir que la poesía es escritura, hay una materialidad, es un ejercicio del lenguaje y es un ejercicio especializado que requiere un entrenamiento. Y también es medio un enigma. Pero uno podría decir, un poco idealistamente, como decía uno de los hermanos Schlegel, que la poesía es una elevación del espíritu, que sería lo máximo adonde podría llegar el sujeto humano, y que todo lo que se hace son como porciones de ese nivel superior. Pero en realidad es el acceso a un mundo simbólico que transita en el borde de lo real, lo real de la carne, del mundo, de la muerte. Esto es una construcción que, al menos al que escribe, tal vez también al que lee, le permite velar un poco lo que es el abismo fundamental del ser, y mantener a raya en cierto modo la amenaza de la inminencia de la muerte, o de lo real, o del horror, la poesía siempre transita por ahí. A la vez que se expulsa un poco esa amenaza del abismo, un poco también se la visita y, a veces, la atracción de ese abismo es muy grande y los poetas sucumben. Pero la posibilidad de reconocimiento de la tragedia fundamental del sujeto al mismo tiempo permite desdramatizarla, porque lo que se puede hacer con la creación, también, es transmitir una experiencia, para no hablar solo sino con otros.

—Usted planteó en algún momento que hay que pensar la poesía, debatirla, para sacarla de cierta molicie del no pensar. ¿Por qué esta necesidad de reflexionar sobre una materia que de antemano se presupone ajena a esta demanda de esfuerzo?
—Nuestra sociedad quiere analgésicos, y pensar tiene un costo, pensar también duele. La civilización contemporánea, ya sea a través de la anestesia que producen las imágenes de horror, de violencia, o del puro entretenimiento, usa todo el lenguaje para mantener al espectador en un nivel de no pensar, porque está programada la pregunta, la respuesta, los diálogos, la expresión, la muletilla. Las modas producen estereotipos que uno incorpora y los usa automáticamente, eso produce también como una comodidad en el sujeto que no tiene ganas de ir más allá y pagar un precio por pensar otra cosa. En relación con pensar la poesía habría como dos posturas estereotipadas, o bien tomar la poesía como si fuera algo que es un vehículo de teorías filosóficas o de temas, o bien tomarla desde el punto de vista estrictamente lingüístico- filológico, atendiendo solamente al procedimiento y contando las rimas o las vocales. Creo que hay que sacarla del atolladero de estos dos extremos y ver que se trata de un conjunto enunciativo que arrastra consigo un índice, una huella, tanto de lo que en sí evoca algo que está más allá del lenguaje instrumental, pero que lo hace con recursos de la materia lingüística que no pueden ser ignorados. El uso de todos los recursos posibles del lenguaje requiere de un trabajo de entendimiento, de una lógica, implica elecciones. Claro que la poesía espontánea puede tener sus hallazgos y uno la puede pensar también. Algo que me enteré hace un tiempo es que muchos cantantes de hip hop quieren aprender reglas de versificación, porque para combinar los acentos se necesita conocer sobre rima, la extensión de las sílabas o la medida de los versos. Pero el verso libre tiene un ritmo, y el ritmo es la respiración del lenguaje, enmarcada por esa elección del que escribe. Yo creo que cada escritura construye su propio código, con un ritmo, un léxico, una intención, figuras, tropos, a lo largo de una obra puede encontrar un lenguaje que es propio y es gregario, porque no se pueden destituir todos los significados convencionales.

—¿Una palabra se convierte en otra según el contexto?
—Mi posición es que en el momento en que una palabra o una imagen entra en su lenguaje específico artístico no pierde todos los significados convencionales para dejar aparecer un nuevo signo. Creo que al significado convencional le añade, o le quita, o le resta, pero primero hay que reconocerlo, o no reconocerlo, pero si es irreconocible, entonces habrá una apuesta al oído, al tono, al silencio, al blanco. Será, entonces, una construcción que hay que pensarla, para hacerla y para descifrarla. La desenigmatización de un poema que puede parecer hermético requiere entrenarse en ese lenguaje que ha construido el escritor, que es un lenguaje escuchado entre lo que imponen los géneros, la tradición, la lengua materna, la lengua de los otros poetas con la que uno siempre está dialogando, la textura y la propia pulsión de escritura. Toda posición sobre un lenguaje artístico encierra una posición epistemológica, filosófica e ideológica sobre el lenguaje. Toda experiencia poética, con cualquier tipo de lenguaje, sea de imágenes o de música, es una experiencia transformadora, que abre el sujeto a un universo simbólico, imaginario, que lo enriquece, a veces con dolor. Cuando yo hablo de pensar, hablo de pensar junto con las emociones, con la evocación de otro recuerdo.

—Su novela Procedimiento. Memoria de La Perla y La Ribera narra los horrores de los centros clandestinos de detención, una experiencia por la que usted pasó. Pero usted ha hecho hincapié en que no se trata de un texto testimonial ni autobiográfico. ¿Por qué le parece importante que no se asocie esa ficción con la propia historia de quien la escribió?
—Ser víctima no es un honor. Por eso me parece que los archivos tienen que ser públicos, como debe serlo la verdad, garantizándose el derecho a la información, pero deben ser abordados con mucho cuidado, protegiendo al testimoniante. Por cierto que lo testimonial aporta de manera muy valiosa y legítima para reconstruir la verdad de los acontecimientos, pero también cuando uno cuenta y cuenta el horror, en una escena pública, y describe y muestra una y otra vez los hechos con la crudeza de un informe, se puede alimentar la voracidad del morbo, la exhibición insistente de la violencia podría resultar en un goce perverso. Es lo que se desencadena en la mayoría de los casos en el ámbito de los medios de comunicación. Pero hay una cuestión ética que tiene que ver con pasar por escrito el testimoniar, dejar un registro de memoria en el género narrativo, con un tipo de enunciación literaria, con una poética, que tiene la capacidad «sismográfica» de capturar estéticamente un trozo de la historia. Esto está estrechamente ligado a la posibilidad de representar y de dar cuenta de la experiencia que tiene el lenguaje literario. Por otra parte, cuando se emprende, como en mi caso, una y otra vez, el acto de testimoniar estéticamente, evocando, realizando «anamnesis» contra la amnesia, cuya raíz (etimológica) es la misma que la de la amnistía, como yo lo vengo haciendo en todos mis libros, la factura literaria coloca en posición de tercero al enunciador que atestigua sobre los hechos, aun cuando se trate de una experiencia propia, biográfica. El asunto es también que hay un aspecto de «prueba» que tendría el testimonio escrito, literario, que brinda materia lingüística al intérprete, para recuperar asuntos de la historia. Estamos asimismo en el terreno del «contenido de verdad» que tendría una obra, en el sentido de (Theodor) Adorno. Pues bien, el lenguaje tiene capacidad indicial, su función semiótica de indicar, como lo conceptualiza Peirce, es lo que permite reconstruir el sentido y los significados que arrastra consigo el signo. Pero Procedimiento... es una creación literaria, ficcional, que ha recurrido, por cierto, a fuentes objetivas, documentos, experiencias personales, literaturas varias, películas, relatos testimoniales, pero es ficción. Si se lo rodea del predicado de «novela sobre violaciones a los derechos humanos» es probable que concite de inmediato un tipo de lectura, una restricción, una orientación puramente heterónoma, que ciega la mirada sobre la densidad de la materia del lenguaje. Insisto en que se puede decir, se puede contar, «imágenes, pese a todo», diría (Georges) Didi-Hubermann (Didi-Hubermann es un historiador del arte que escribió el libro Imágenes pese a todo, sobre las fotos que fueron tomadas clandestinamente por miembros de los Sonderkommando, que eran los judíos que tenían que meter en la cámara de gas a sus congéneres y luego enterrarlos; después ellos mismos también eran condenados). El asunto es que el mundo simbólico, hecho de signos, expresa de manera no- toda aspectos de la vida, del mundo, del pasado; entonces, el argumento de que si no puede decírselo todo, no se puede decir nada, facilita la posición cómoda de lo inefable. Los responsables de hechos aberrantes en la historia se han ocupado siempre en desmentirlos, camuflarlos, borrar sus huellas, y eso aumenta la necesidad y exige la responsabilidad de que, precisamente, se dejen registros de lo que se pretende borrar. Es por eso que argumentar con lo no representable del horror se hace cómplice de los camufladores.

—En su escritura usted incorpora abundantes palabras en otros idiomas, como el alemán, el hebreo, el idish, el ladino, el árabe. ¿Por qué opta por esta inclusión de vocablos extranjeros?
—Es una elección muy consciente. Tiene que ver con cómo yo aprendí a hablar, y cuáles son las hablas que escuché, yo oí estas lenguas: el hebreo, el árabe, el idish, el ladino, en mi casa. En Procedimiento... incluí palabras en alemán, que parece una restricción en el alcance de la comprensión, yo quería extrañar pero además unir, para que no fuera solamente una escritura que refería sólo y exclusivamente a La Perla y a La Ribera, como los delitos de lesa humanidad y a las ofensas a los cuerpos y a los sujetos en situación de cautiverio en nuestro país y en el genocidio nazi o cualquier otro. Tenía que ser en alemán porque yo tomaba y desarmaba en ese libro poemas de Paul Celan, que es el poeta que combatió hasta el último día de vida la lengua alemana como lengua genocida. Yo, por el genocidio argentino, fui a la tierra en donde se hablaba la lengua de los asesinos, Celan denuncia esa lengua. Pero la inclusión que hago de esas palabras no es para enigmatizar.

—Usted encara la tarea de la traducción poética como un acto de creación poética en sí mismo, ¿qué implica esta postura al traspasar una obra de una lengua a otra?
—Si partimos de la idea de que el lenguaje no es transparente, cada lengua está hecha de los lenguajes y las hablas de construcciones históricas. Poner juntas dos lenguas para alojar en una lo que ha sido hecho en otra implica un trabajo de creación. Un trabajo que es intelectual, lógico, de investigación de las ciencias del lenguaje, pero en el caso de los lenguajes poéticos implica una exploración de las capacidades que tiene la lengua de llegada de extremar, profundizar, el gesto poético que aparece en esa construcción única y singular que es un poema en otra lengua. Uno podría decir que es el segundo enunciador del mismo texto. Entonces, la traducción está en una posición como paradójica en ese punto, por un lado es algo reproductivo, porque sobre esa lectura de lo hecho antes se pasa su hechura lo que es venidero, que es lo traducido. Yo considero que las traducciones de un mismo texto hechas en distintos momentos forman parte del original como si fueran sus variantes. Cuando uno traduce literatura no es que se imbuya del alma del poeta, ni se convierta en un alma gemela, sino que investigar la lengua nos aporta recursos para realizar una interpretación del texto que se traduce. Lo ideal es conocer ese lenguaje construido por un autor, entonces se puede llegar a ver como un hálito poético. Para la traducción como yo la pienso, como una tarea seria de escritura, es necesario conocer, indagar, descifrar las relaciones que están puestas, que muchas son alusiones, significados velados, o usos de términos particulares en el contexto de esa misma construcción. Yo practico la traducción porque me interesa ver cómo una obra traspasa fronteras históricas, geográficas, lingüísticas, religiosas y culturales. Hay algo siempre que se puede decir en otra lengua como no se lo puede decir en la propia. Una traducción es una estación en el largo viaje que una obra tiene sobre el mundo, siempre es provisoria.

—Usted, además de escribir y traducir poesía, también se dedica a investigarla desde el ámbito académico, sobre todo focalizó en la poesía experimental que usted bautizó con el nombre de «expoesía». ¿Cuáles son las creaciones que en los últimos años le resultaron interesantes?
—Dentro de la expoesía están incluidas formas de experimentación que incluyen lo visual, lo cinematográfico, lo sonoro, la experiencia de poetizar. Esto tiene una larga trayectoria, y hay un poeta que ha investigado mucho y cuya fuente para mí fue inapreciable, que es Jorge Perednik. El, por ejemplo, tiene una concepción muy interesante de lo que es la poesía visual, hace remontar el nacimiento de la poesía visual argentina a la Cueva de las Manos. También me parece que hay que revalorizar absolutamente al gran Antonio Vigo, el poeta, pintor, teórico y experimentador platense. Es interesantísimo porque paralelamente a los situacionistas, como (Guy) Debord en Francia, tenía como un anticipo de lo que las experiencias artísticas estaban gestando. El condensa una respuesta y una propuesta, y alrededor de él otra gente, con la idea de una creación artística colectiva, de transformar la sociedad de su alienación cotidiana, de mirar los objetos y colocarlos de otra forma para ampliar las experiencias perceptivas de enriquecimiento subjetivo de la sociedad. En los últimos años he comprobado como una especie de incorporación de crítica social por parte de los poetas contemporáneos, que son los que yo llamaría poetas urbanos, que hacen intervenciones, que pintan un tacho de basura, o que dicen unas frases arriba de un techo, o que hacen comunicaciones alternativas en editoriales underground, o que se mezclan con DJs.

—Hay expresiones de lo poético en las calles, en lo cotidiano...
—Hay toda una ebullición que tiene mucho que ver con la ironización de muchos de los textos sociales, de una manera que los sustrae del formato programado y digerido que los medios proporcionan, a pesar de que hay muchísimo de lo que yo llamo patrimonialismo, es decir, cualquier cosa distinta el mercado rápidamente se la apropia y la convierte en mercancía. Pero los artistas expoetas, que (Ana) Longoni llama «activistas», están luchando todo el tiempo por un lado por visibilizarse, por otro lado peleando por no ser de la misma genealogía que todo lo otro que se musealiza, se patrimonializa, como pasó con el mingitorio de Duchamp, que después se convirtió en el principal arte burgués. Con sus apariciones sorpresivas, por ejemplo, los expoetas nos sacan de esta solitariedad en que nos coloca una sociedad que está llena de miedo, en donde uno se conecta con el mundo a través de la pantalla, con comunidades imaginarias, se crean redes sociales virtuales. Pero no creo que haya que condenar eso, sino que cada vez más eso parece interponerse en las relaciones directas entre los sujetos, y las cuestiones identificatorias provienen de otro lado, son unívocas, no de personas que constituyen un colectivo. El problema contemporáneo es que se vive un puro presente que es anestesiante, porque nos hace olvidar que somos mortales, que estamos insertos en una historia. Yo creo que hay una demanda de escritura, de imágenes, que significa proponer un después de hoy, pero no un «post» o la biopolítica que propone (Giorgio) Agamben. Porque la biopolítica es entregarse a funciones más allá de cualquier regla social, no se apuesta tanto a consensuar, para constituir un colectivo gregario, es como si se potenciara la condición de miembro de la horda en los sujetos. Entonces hay como un repliegue en la individualidad, eso también es la herencia del neoliberalismo, el autismo social. Yo creo que hay que recuperar el valor de la palabra, del develamiento, porque el velo del lenguaje está siendo muy agujereado, hay como una pulsión a hacer cosas, no está lo simbólico, que es lo que hace de intermediario entre lo bruto de lo real, del mundo pulsional.

Al-Qutiyya, un filólogo del siglo VII.

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Abu Bakr ibn al-Qutiyya, un
filólogo del siglo VII
El Día de Córdoba

Los orígenes conocidos de Abu Bakr ibn al-Qutiyya se remontan al año 689 de la era cristiana y a los oscuros años del reinado de Witiza, aquel rey visigodo al que los historiadores pintan en la misma medida benévolo o malvado, coincidiendo todos en la relajación de sus costumbres, principalmente en la implantación de seudoharenes propios, con varias esposas y amantes, costumbre que salvó, siendo permisivo con los miembros del clero en su relación con las mujeres.

Tras los problemas sucesorios el mayor de sus hijos, Alamundo, quedó como dueño de los territorios del Sur; en concreto, en el valle del Guadalquivir. A su muerte, su hermano Artobas se hizo con sus tierras, pero tropezó con la valentía de los hijos del difunto que, a pesar de ser niños todavía, se atrevieron a viajar hasta Damasco para reclamar su patrimonio. Una de esas criaturas era Sara, de quien cuenta la leyenda conoció en Siria al que sería el primer emir de Córdoba, Abderramán I. La niña, conocida como Sara La Goda, se casaría después con un miembro del ejército de los omeyas y acabó instalándose en Sevilla.

Los cronistas no se ponen de acuerdo sobre el lugar de nacimiento del tataranieto de La Goda, Abu Bakr ibn al- Qutiyya, aunque la mayoría se decanta por Córdoba, apuntando a su estancia en la ciudad hispalense durante un corto periodo de formación que incrementó en la ciudad califal con estudios de tradiciones, jurisprudencia y filología. Parece cierto que habitó en Medina Azahara en el reinado de Abderramán III, que conoció el esplendor de Alhakem II y también la llegada al poder de Almanzor.

Pero son los primeros años de la etapa andalusí, e incluso los previos, los que despertaron su atención e inspiraron la obra Historia de la Conquista de Al- Ándalus o Tarijiftitah Al- Ándalus, que lo alza como uno de los cronistas más destacados de su época junto a Ibn Idari, Ibn Hayyán o al-Maqqari, entre otros contemporáneos suyos. Abu Bakr ibn al-Qutiyya reconoce beber con frecuencia de las fuentes orales y se le achaca su constante lisonja a la estirpe omeya, sin obviar su orgullo por pertenecer a la dinastía visigoda cuyas relaciones y pactos con los sirios evoca y justifica dulcemente.

La manera y el contenido de sus relatos permiten complementar la información aportada por sus colegas, demasiado encorsetados a su vez por su condición de cronistas oficiales. Por citar un caso, el contraste entre la versión de la historia de Umar ibn Hafsum dada por sus compañeros —que apenas entran en las razones de este rebelde conocido como el primer guerrillero andaluz para volver a su refugio de Bobastro— se enriquece con Ibn al- Qutiyya, al aportar el acoso a que se vio sometido por el general de los omeyas, Ibn Ghanim, celoso quizá tras haberle visto pelear valientemente contra los cristianos del Norte.

La memoria popular y la tradición familiar inspiran la historia de Sara La Goda, personaje conocido gracias a él. Esta brevísima biografía aporta una interesante visión de las relaciones de la estirpe siria con sus protegidos y familiares, así como el modo de donar, negociar y repartir bienes entre ellos.

La historia de la conquista de Al- Ándalus, que se inicia con la llegada del Islam a la Península y termina con la muerte de Umar ibn Hafsum (reinado de Abderramán III), resulta tremendamente amena tanto por el estilo literario cuanto por las múltiples anécdotas introducidas en el texto. Pero no fue su única obra, si bien la más conocida, ni tuvo en su tiempo más valor que otras de gramática y, aunque hay quien atribuye la autoría a un alumno suyo, lo cierto es que el Libro de los verbos supuso todo un descubrimiento al ser editado en 1894 y reeditado a principios de los 50.

Profesor de Filología, gozó de la consideración de sabio y tuvo el mismo renombre, asegura Galindo Aguilar, «como gramático, lexicógrafo, filólogo, poeta, tradicionalista y jurisconsulto». Dice también este autor que «se instaló en Córdoba, donde fue cadí», reconocido por "sus cualidades morales y erudición, y rodeado de gran número de discípulos". Y queda constancia de este prestigio en una anécdota que se cuenta con Hixem II como protagonista. Quiso saber quien era el hombre más sabio de su reino en materia de lexicografía y su maestro mencionó sin dudar un único nombre: Abu Bakr ibn al- Qutiyya.

Como sabio lo reconocen igualmente algunos poetas, disciplina que también abarcó aunque no a la altura de otras materias. Emilio García Gómez lo referencia sin embargo ya en su primera antología Poemas arabigoandaluces, publicada por Austral en 1940: «Bebe el vino junto a la fragante azucena que ha florecido, y forma de mañana tu tertulia, cuando se abre la rosa».

El cronista cordobés que vivió el florecimiento del Califato, sufrió también el declive y murió en su ciudad un 8 de noviembre de 977, en el mismo año en que el caudillo Almanzor recuperó Santiago de Compostela.